El asesinato del alcalde de Chilpancingo, Alejandro Arcos Catalán, ha conmocionado no solo a Guerrero, sino a todo México. El horror alcanzó nuevas dimensiones cuando se supo que no solo fue ejecutado, sino que su cabeza fue exhibida sobre una camioneta en plena ciudad. Este acto de brutalidad ha sido calificado por muchos como terrorismo, un término que, hasta ahora, el gobierno federal se ha negado a utilizar en su estrategia de seguridad.
Alejandro Arcos Catalán y el secretario del Ayuntamiento, Francisco Tapia, llevaban menos de una semana en el cargo. Ambos funcionarios eran jóvenes comprometidos con el progreso de su comunidad, con ideas frescas y una agenda enfocada en el desarrollo de Chilpancingo. Su asesinato, además de ser una tragedia personal para sus familias y seres queridos, es un golpe devastador para la gobernabilidad en Guerrero, una entidad ya sumida en la violencia y el control del crimen organizado.
La permisividad y la complicidad de las autoridades ante la violencia que azota al país han alcanzado niveles alarmantes. La estrategia de “abrazos, no balazos”, que el gobierno morenista ha defendido durante años, está siendo duramente cuestionada. Los asesinatos de Arcos y Tapia reflejan el estado de vulnerabilidad en el que se encuentra la clase política local frente a los grupos delictivos que operan con casi total impunidad.
Diversas voces, tanto a nivel local como nacional, han exigido que la Fiscalía General de la República (FGR) atraiga las investigaciones, señalando que la situación en Guerrero ha superado las capacidades de las autoridades locales. La solicitud responde al evidente clima de ingobernabilidad en la región, donde los homicidios y actos de violencia extrema son cada vez más frecuentes.
Este asesinato es un recordatorio doloroso de que la estrategia de seguridad necesita un cambio drástico. No es la primera vez que se denuncia que el crimen organizado ha rebasado los límites y controla grandes zonas del país a través del terror, el secuestro y la extorsión. Sin embargo, los hechos recientes en Chilpancingo parecen marcar un punto de inflexión.
La exhibición pública de un cuerpo decapitado en plena ciudad no es solo un homicidio más: es un acto terrorista que busca infundir miedo entre la población y demostrar el poder de los grupos criminales. Ante este panorama, muchos se preguntan por qué el gobierno de México se niega a tipificar estos actos como lo que son: terrorismo. Tal reconocimiento abriría la puerta a una mayor colaboración internacional en materia de seguridad y combate al crimen organizado.
Las familias de Alejandro Arcos y Francisco Tapia, así como toda la comunidad de Chilpancingo, están de luto. Su dolor es compartido por un país que, día a día, es testigo de cómo la violencia sigue tomando vidas inocentes, mientras la estrategia de seguridad del gobierno parece haber sido rebasada.
Hoy más que nunca, es tiempo de replantear el rumbo. La seguridad no puede seguir siendo una promesa vacía en México.
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